Víctor Gaviria, nació en Liborina, Antioquia en 1955 y es conocido por sus múltiples talentos, entre los que se destaca como director de cine, guionista, poeta y escritor. Asimismo, es uno de los cineastas colombianos que más imágenes de dolor y ternura nos ha entregado en los últimos tiempos.
En los filmes de Gaviria es posible hallar cuerpos e historias que nunca antes se habían narrado en pantalla. Ya desde su conocido manifiesto “Las latas en el fondo del río” (1981), escrito a dos manos por el antioqueño y Luis Alberto Álvarez, se plantea el deseo de constituir una cinematografía que se ejerza desde el deseo y no desde la servidumbre. Lo anterior implica una constante búsqueda por un hecho creativo unitario en el que lo representado y su realidad no sean acoplados bajo la lógica de un cine uniformizante y ascéptico. Es decir, de estudio.
Esta exploración paciente que realiza Gaviria se trasluce en la búsqueda por la precisión, por una infatigable manera de hacer inteligibles el dolor y al mismo tiempo el goce de vivir. Este tipo de cine se caracteriza, desde sus mediometrajes: “Los músicos” (1986), “La vieja guardia” (1984) y “Los habitantes de la noche,” (1984) por delinear una zona de indistinción capaz de cancelar aquellos valores colonizados y por tanto insuficientes para referirse a la realidad latinoamericana, y que por tanto calan en lo que Luis Ospina y Carlos Mayolo llaman “miserabilismo”.
El ejercicio creativo de Gaviria pretende que el cine colombiano, de provincia −siguiendo el tono del manifiesto− tenga la posibilidad de construir un aura que corresponda con su naturalidad más allá de la comodidad de los espacios en los que resulta más probable o más rentable su filmación. Gaviria sostiene que la mirada del director debe posarse sobre las cosas vivas, y por “vivo” se refiere a aquello que esté imantado de una intención fija dentro del lenguaje fílmico, por tanto sus relatos materializan una zona que esquiva la coerción del aparato de representación, sin renunciar, a pesar de todo, al dispositivo cinematográfico.
Con lo anterior queremos expresar que este tipo de mirada desinstala la jerarquía y el poder que históricamente se han cernido sobre los cuerpos subalternos y que los han silenciado bajo la pretensión de que el actor debe ceñirse dentro del drama mediante postulados regulados por un sistema del entretenimiento, o determinadas coreografías de la violencia que terminan primero en la espectacularización de este fenómeno y segundo en su banalización.
El cineasta francés Michael Haneke declaró una vez que “la mayoría disfruta de la violencia, yo intento lo contrario, que dé asco a los espectadores”, de la mano de dicho propósito de Haneke, el cine de Gaviria registra la realidad de tal manera en la que el espectador se percata de cómo se destruye cualquier atisbo de preciosismo, de transacción y explotación de los cuerpos presentados. De este modo, y quizás en consonancia con una dramaturgia influenciada por el cine de Herzog, Truffaut y Rosellini; Gaviria se basa en la poética de la naturalidad, propia de los habitantes de las diferentes regiones de Colombia. Por tanto, esa voz que busca Gaviria irrumpe en la organización discursiva de un Estado que desaparece en pantalla, que se hace transparente en medio de la oralidad, en medio de las contingencias, en medio de las calamidades que nadie reporta, que suelen caer en el lugar de la fosa común.
En sus cintas, “Rodrigo D. No futuro” (1990), “La vendedora de Rosas” (1998), “Sumas y restas” (2005) y “La mujer del animal” (2016) es posible observar a los desposeídos sin aquella pomposa máxima de que la sugerencia encuentra la verdad última. En estas cintas se desdeña por completo un programa estético en el que el melodrama hace las veces de motor, de un ethos, de una manera de formar sensibilidades adormecidas por la yuxtaposición de la violencia. Gaviria se enuncia desde las categorías de la disidencia, hace una exploración del mal, de la sicariesca, de la segregación y del abandono y aún así nos recuerda que sus personajes no son la miseria, porque de ellos también se denuncia la sonrisa tierna que se cifra en los ojos amados, en los ojos rotundos de los que más preñados por la noche y el sol están; de aquellos de los que a la vez que brota el gozo, brota también la incólume tristeza de los días, días que crecen en el pesar como un monstruo incorpóreo.