La obra fílmica de Marta Rodríguez y Jorge Silva permite la indagación antropológica y la reflexión política de los espacios periféricos que enseñan un camino para descubrir el reconocimiento del otro.
Su legado, lejos de anquilosarse con el paso del tiempo, se torna cada vez más vigente. Permite una reinterpretación constante. Por esta razón, su proposición devela un pasado que lejos de ser estático se reconfigura constantemente para enseñar las rutas del presente y las proyecciones de un futuro sobre el que se puede trabajar, sobre el que es posible y necesario hacer cambios.
El vínculo que se forma en torno a la obra documental y a la memoria, entendida esta como objeto antropológico, se despliega no solo al ámbito de la representación de la imagen movimiento, sino del contexto histórico. El terreno del “cine marginal” como lo denominan ambos documentalistas, lo anterior demuestra el valor de crear un cine político en Colombia. Este ejercicio ha sido llevado a cabo desde la década de los sesentas.
Por lo que el conjunto de obras de estos cineastas ha sido tan relevante. Las obras de estos realizadores inicia con “Chircales” (1966-1971), en la que se registra el régimen de explotación al que es sometido el obrero alfarero por parte de terratenientes y patrones de la zona de obreros en la que se trabaja en la elaboración de ladrillos por métodos primitivos.
Posteriormente, en su último filme “Nuestra voz de tierra. Memoria y futuro” (1982) se muestra la memoria de las luchas indígenas del resguardo Coconuco en el Cauca, que por cédula real del siglo XVIII tiene derecho a 10.000 hectáreas, de las que realmente solo tiene 1500, esto hablando de 1971. Este documental muestra la organización política de los indígenas y su lucha por el derecho a la tierra.
En diferentes entrevistas, Marta Rodríguez ha establecido paralelos con su mirada particular del cine con las obras de Jean Vigo, sobre todo con películas como “L’Atalante” (1934), en la que se devela una mirada poética que sostienen cineastas como René Clair, Jean Renoir, Marcel Carné y Julien Duvivier en la que la realidad es abordada desde lo precario, lo íntimo y por una desnudez que remite a un alto grado de lirismo acompasado por un estado de ánimo que recuerda al film noir.
Por su lado, Jorge Silva ve en el cineasta y antropólogo Jean Rousch, la clave de un cine etnográfico. El llamado “Cinema verité”, se afilió a la exploración temática y estética de la realidad que buscaba mostrar Silva. Cabe mencionar el interés de ambos realizadores por hacer evidentes los nexos entre las relaciones económicas y la forma de vida. Para ellos el ejercicio de una etnografía basada en la reflexividad, al mejor estilo de Rosana Guber, en la que el privilegio del investigador es replanteado mediante procesos de deconstrucción en los que el académico se convierte en un sujeto cognoscente cuya mirada en vez de someterse a la seguridad de su autoridad intelectual se repliega y se desmantela en el re-conocimiento de sí mismo con los otros, pues las impresiones del trabajo de campo no solo impactan lo racional, sino el espectro personal del antropólogo.