El cine de Marta Rodríguez es el testimonio del compromiso y del arraigo no solo con la historia de Colombia, sino con sus conflictos. En sus documentales se registran las crónicas de los campesinos, indígenas, obreros, desplazados y las poblaciones sometidas por la violencia durante la primera mitad del siglo XX e inicios del XXI.
La sinceridad tras el ejercicio de registro de Rodríguez busca que observemos, que tomemos consciencia de las circunstancias del contexto nacional, de su geografía humana y de los espacios en los que tienen lugar tanto la miseria como la belleza.
Dicho lo anterior, podemos decir que Rodríguez se afilia de cierto modo a una mirada semejante a la de Jean Vigo con su Cinema verité, en el que se muestra un afianzamiento y exploración poética de la cotidianidad mediante el acto honesto de amar no el artificio, no la acción poderosa sino la reafirmación del presente, la precariedad y la solidaridad.
Desde que realizó su primera película “Chircales” en 1960 la cámara de esta documentalista ha servido para mostrar el rostro de la historia del país, una historia expuesta con pasión y vehemencia en la que los niños, los ancianos y la tierra son portadores de una secreta sabiduría que se prolonga en las profundas secuencias de imágenes.
La forma en la que Marta Rodríguez y su compañero, Jorge Silva, hicieron cine significó en sus inicios una forma diferente con la que narrar al país en imágenes. Ambos realizadores tuvieron que vérselas con la escasez de los recursos. No obstante durante la década de los sesenta el optimismo de figuras como la de Camilo Torres y Orlando Fals Borda, fundadores del primer departamento de sociología de la Universidad Nacional de Colombia, impregnó el entusiasmo de estos realizadores por ir en pos de un cine político que tratara sobre el fenómeno de la violencia, que desnaturalizara los códigos en los que era posible acercarse a ella.
Marta Rodríguez configuró su mundo y su lenguaje por medio de la antropología, el cine y la sociología. Jean Rouch, su maestro en París, le aconsejó conocer las técnicas cinematográficas para ir más allá de la pobreza de un país como Colombia. De esta manera, la aproximación con la familia Castañeda en el mundo de los chircaleros de Tunjuelito representó un acercamiento total a la brutal cotidianidad de quienes sueñan entre el barro y la explotación con el secreto para poder huir y vivir otra vida alejada de los ladrillos, las fábricas y el peso en las espaldas.
Aproximadamente cinco años de investigación y rodaje en los que Jorge y Marta descubrieron la dimensión humana de sus personajes sirvieron para codificar un lenguaje en el que la conmiseración y la explotación de la miseria no tiene lugar para la representación de la condición de vida de estos seres. En cambio, la dignidad compasiva y la resiliencia destaca la supervivencia de esta familia que se resiste ante la enfermedad y la muerte que asedia.
La paciencia y el respeto son un sello del estilo de Rodríguez y Silva, pues marcaron un hito de la audacia cinematográfica en el país y develaron un particular lirismo que se confundía con ese paisaje árido y crudo de los chircaleros, porque para narrar el mundo, para hacerle justicia, más que plantearse dentro de lo político, se debe tomar lugar dentro de la mirada y sus posibilidades, como afirma Silva en una correspondencia con Rodríguez: “El discurso político se acabó, hay que buscar la poesía”.